El puente

Agotado por la caminata de la noche, salgo de la espesura. No puedo dejar de ir hasta su voz que me llama desde el pináculo nevado, tan cerca del cielo. Me pesa todo, la ropa, el katana, mis sandalias.

Me detengo a un paso del abismo que se abre ante mí. A pesar de mi cuidadoso andar, hago caer un guijarro que demora segundos interminables hasta hundirse en el arroyo que apenas se escucha correr desde aquí arriba.

La alborada revela el único camino hacia el otro lado del precipicio: un estrecho tronco entre las dos orillas.

Me quito las sandalias y las cuelgo al hombro. Apoyo mi pie descalzo sobre la resbalosa superficie, me apabulla el vértigo pero pongo el otro pie. La distancia hacia adelante parece infinita y la pared que formó la bruma del amanecer sólo me deja ver unos pasos del angosto camino.

Volutas de niebla recortan una figura oscura e inmóvil. Su sable desenvainado brilla con el despunte del sol.

—¡Hola! —grito y mi mano se aferra a la empuñadora de mi arma.

La respuesta es el rumor de su ropa cuando se mueve con cautela, un paso más hacia mí, sobre el abismo.

Cauteloso se quita la capucha negra y me mira directo a los ojos. Mi corazón se detiene.

Es él, mi enemigo de siempre, con quien luché en incontables batallas. Mi cuerpo se encoge al recordar cada cicatriz que dejó su habilidoso arte.

Desenvaino sin dejar de clavarle la mirada, midiendo cada movimiento.

No me dejará pasar. Es él o yo.

Espero a que lance el mejor de sus ataques.

Oigo hasta el escarabajo que se escabulle bajo las hojas.

Veo el fulgor del filo de un corte imparable.

Mi única salida es hacia adelante, al sable que puede partirme en dos.

Mi única salida es entrar sin hesitar en la boca del más terrible de mis miedos.

Desaparece toda duda, este momento lo es todo, vida, muerte, el ayer y el mañana.

Mi katana vuela y entra al ataque de mi enemigo en el resquicio más pequeño. Él, el más feroz de todos, es mi maestro; hizo que atraviese todo mi yo, todo lo que creo ser y no ser con mi propio filo para alcanzarlo y vencerlo.

Cae un hilo rojo hacia el arroyo cantarino tan abajo nuestro. Nos miramos a los ojos antes de que los cierre por última vez, luego se deploma y sigue el camino de su propia sangre.

La montaña devuelve el eco de los sutiles golpes del acero y de mi grito de guerra.

El viento disipa la niebla.

Me vuelvo a poner la capucha negra y envaino con ceremonia, como se lo merece él, mi maestro.

Recorro el tramo que me falta del improvisado puente.

Entro al valle que me llevará a las altas cumbres de nieves eternas.

Bendigo el valle, sin él no tendríamos la montaña.

 

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